La Plata Hochi fue noticia en Japón. El diario Asahi Shimbun le dedicó un artículo en primera plana, en su edición de la mañana. El motivo: el difícil momento de los periódicos japoneses de ultramar.
El lunes 1 de junio, el periódico Asahi Shimbun, uno de los principales medios de Japón, publicó en su primera página de la edición vespertina una noticia que sorprende: “Preocupación. El difícil momento de los diarios japoneses en el exterior”. No se refiere a cualquier diario. Habla de La Plata Hochi. La nota viene a cuento de las vicisitudes y tristezas sobrellevadas por la redacción en el último año y discurre acerca de las dificultades para llevar adelante una empresa en una lengua que, en nuestro país, ineludiblemente va perdiendo escribas y lectores.
Por su cuota de pesimismo y desazón, la noticia inquieta. Pero, al mismo tiempo, paradójicamente, despierta un cierto orgullo. La atención que le dispensa la conocida publicación japonesa a nuestro esforzado medio comunitario no es poca cosa. Los suscriptores de La Plata Hochi son 900, 1000, pero los que leen el Asahi Shimbun se cuentan por millones. El orgullo, sin embargo, no viene ni de la cita prestigiosa ni de la apabullante cantidad de lectores involucrados. Se trata, antes que nada, del foco, el encuadre que la nota proyecta, incluso más allá de su propia intencionalidad. Cuando la perspectiva se desplaza de Barracas, en Buenos Aires, a Tokio, en Japón, y desde allí se despliega al mundo, se revela un matiz que, en la familiaridad de los contenidos habituales, muchas veces permanece oculto. La monotonía estadística de los resultados del último torneo intersonjin, o las desavenencias de la vida institucional, o los inevitables obituarios de rigor se reconfiguran y adquieren entonces una relevancia insospechada. Eso que en lo inmediato podría parecer nimio o parroquial, pasa a formar parte de un acervo cuyo significado trasciende el ámbito circunstancial de lo local. No se trata simplemente de la colectividad, ni del idioma japonés, ni de tal o cual evento, ni del dato de color, ni de Japón, ni de Argentina. Es la combinación fortuita de todos esos planos y coordenadas la que define el conjunto de constelaciones en donde se registran las huellas del singular pasaje de nuestro colectivo por el universo. Ese es el valor de LPH. Y de eso se nutre el orgullo que aquí, desde la membresía de lectores, se pregona y celebra. Cerca de donde vivo, en la Biblioteca Central de Yokohama, hay una colección microfilmada del Aruzenchin Jiho, el diario antecesor de La Plata Hochi. Cada tanto, cuando tengo tiempo, por trabajo o simple curiosidad, me doy una vuelta para repasar los viejos ejemplares. Son hojas trabajosamente manuscritas, impresas en mimeógrafo, a veces esmeradas, a veces apuradas, a veces tendenciosas. A veces, incluso, hasta oprobiosas. Al recorrer sus páginas, uno puede abstraerse y transitar sin demasiado esfuerzo por el día a día de la colectividad. Una inauguración, un nacimiento, una nueva máquina de planchar sombreros, una oferta de productos japoneses. Un partido de béisbol, un picnic, una donación, una estafa. La historia de la colectividad se escribe en acontecimientos selectivos y personalidades destacadas, pero también en infinidad de detalles casuales y triviales que, semana tras semana, quedaron plasmados en estos diarios. En ese mar de misceláneas, recuerdo hace unos días haber visto un anuncio: “Nos mudamos a Uspallata 981”. Como con todos los mitos…, a uno se le hace cuento que LPH (o, para el caso, las oficinas en donde se redacta) haya tenido un momento fundacional. Pero sí, lo hubo. El diario era todavía poco más que una intención cuando un día, en la semana que va del 9 al 16 de agosto de 1924, encontró su lugar definitivo en el mundo. Eso nos dice en su edición número 13. Desde mi sitio en la biblioteca de Yokohama, imagino cómo habrá sido esa redacción. Pisos relucientes, paredes inmaculadas. Periodistas entusiastas y haraganes de paso. La “selladora”, expectante y lozana. Charlas regadas por ginebra perfumada con aroma a tinta. Momentos de puro presente donde seguramente nadie habrá imaginado el destino perenne y venturoso de las eventualidades microfilmadas. Esos mismos cuartos de techos altos, ahora lúgubres y casi en silencio. Desde aquellos días hasta hoy, 91 años. Casi un siglo. Cuatro generaciones. En el ínterin hubo infinidad de barcos, bares, quintas, tintorerías, guerra, críos, sueños, tanomoshis, ascenso social, torneos, bailes, trifulcas, persianas bajas, dekasegis, recortes, keirokais, mixturas, deliveries, kermeses… Días de gloria y penas y dudas y ganas y menos ganas. Idas, venidas, desvíos, abandonos, avances y retrocesos. Pero siempre, hubo diario. Hace un par de años, la consigna exorcizante de un número especial de Año Nuevo fue “Hasta que el último apague la luz”. Desde entonces, el tiempo ha pasado y las ausencias han aumentado. De golpe, hace pocos meses, dos leyendas se han marchado dejando una fina tiniebla sobre sus escritorios. Es cierto, el diario enfrenta una encrucijada. Hay muchos planteos pendientes y acuciantes. Pero, más allá de los pronósticos agoreros, hay también una trayectoria luminosa que respalda el aguante. Sostener la continuidad del periódico se plantea ciertamente como un desafío. Pero no se trata de un gesto nostálgico. Antes bien, se trata de preservar un horizonte. Allí estamos. Allí nos encontramos. Allí nos van a encontrar. Allí se inscribe, en una clave acaso hoy inadvertida, la memoria y el futuro. Desde el afecto, la esperanza y la necesidad de seguir contando con este medio por mucho más tiempo.
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