Con 34 años, Kaori Komiyama lleva más de la mitad de su vida dedicada a continuar la tradición gastronómica de su familia y, principalmente, de su padre, Joji, quien, pese a cargar con esta labor que no sabe de horarios, fiestas ni feriados, en su casa, para Año Nuevo, y desde muy temprano, preparaba el Osechi Ryori para su esposa y padres, “para mantener la tradición”, y, a las siete de la tarde, el asado para sus hijas.
De no haber sido por el inusual pedido, hace más de 50 años, de una mujer japonesa a su esposo, el apellido de la familia Komiyama pudo haber sido Kitayama. Chitose, la matriarca de esta familia, al no tener un hermano varón que continuara a los Komiyama, le pidió a su esposo poner a sus hijos su propio apellido. El pedido, tan poco habitual para la época, y para una mujer, se concretó. El marido accedió, dando, así, la continuidad. “Después de mi abuela, que fue la cabeza, ninguna de las mujeres de la familia cocinó profesionalmente, hasta llegar a mí, ahora”, recuerda Kaori Komiyama, tercera generación dedicada a la gastronomía japonesa en Buenos Aires y una de las responsables junto a su madre del restaurante Sogun.
- ¿Cuándo comenzaste a trabajar en Shogun? - A los 14 años, recién. Me enojaba cuando tomaban empleados nuevos, porque yo decía por qué, si yo lo podía hacer. Estaba en el secundario y a la noche iba a trabajar, por eso me quedé libre por faltas, dos veces. Terminé el colegio de noche. Lo hacía porque me gustaba esto de poder ayudar a mi familia, así aprendí a ser responsable, ganarme la plata, además de todo lo que es la gastronomía. La familia Komiyama había sido muy rica en Japón, pero se vinieron engañados. “La familia de mi abuelo eran famosos calígrafos en esa época, en Tokio, inclusive tenían una isla que después de la guerra se perdió y hoy es una isla turística. Por el lado de mi abuela, en cambio, eran dueños de un restaurante francés”. De un día para el otro, la familia pasó de una enorme casa llena de sirvientes a un rancho en Paraguay, donde tenían que cazar y cultivar la tierra con sus propias manos para subsistir. Años después, vinieron a la Argentina. Joji, muy joven, comenzó a dedicarse a la gastronomía. Ya a mediados de los años setenta, primero en Kotobuki, uno de los pocos restaurantes japoneses de Buenos Aires de la época, trabajaba junto a su madre y su hermano mayor. Luego de una breve experiencia que no prosperó en el restaurante “Ushio”, en Mar del Plata, regresó a Buenos Aires para trabajar nuevamente en otro restaurante de la familia: Furusato. Por fin, en 1990 abrió su propio local, Shogun, en el barrio de Once. - ¿Cómo te enseñaba tu papá cocina japonesa? - Papá le enseñó a todos en la familia: a mis tíos, a Iwao (el chef que enseña en la tele). Yo, todo lo que aprendí, lo aprendí mirando. Una sola vez en 20 años él me explicó algo. Creo que fue una salsa; creo, porque me hablaba de medidas, cantidades precisas. Me impactó tanto que él se tomara un momento, por primera vez en su vida, y con una voz cálida, decirme: “Esto más, esto más, esto...”. Su silencio era muy de japonés autodidacta. Y si bien mi viejo le había enseñado a otras personas, eran todos hombres. A mi tío, dueño del restaurante Kitayama, le enseñó mi padre, cuando tenía el negocio en México y Combate de los Pozos; a Iwao, su sobrino, también le enseñó. Yo nunca lo vi pararse a explicar. En general, enseñaba mostrando, sin decir palabra. - ¿Tuviste que elegir entre Shogun o comenzar algo en otro rubro? - Siempre, a pesar de todo, elegí a Shogun, elegí a mis viejos. En mi casa siempre se decía: “Total Kaori dice que sí”, y se daba por sentado, que total yo iba a estar para ayudar. Pero desde la muerte de mi papá, todo cambió, porque además, a los cuatro días, yo fui madre. Una vez que sos madre, la estructura de la cabeza te cambia totalmente. Ahora estamos en plena transición, cambiando muchas cosas: agregando algunos platos nuevos, pero sin irnos a la fusión; cambiamos el enka por el soul japonés, el rosa viejo por el bordó y negro. - ¿Qué cosas en Shogun te recuerdan a él? - Hay un aroma como mezcla de salsas y pescado; eso es para mí, es olor a papá, ese olor a pescado fresco, porque como él fileteaba le quedaba ese olor en las manos. Cuando mi marido empezó a trabajar tiempo completo en sushi y volvía con olor a pescado, más olor a cocina, yo le decía: “Tenés olor a papá”. Siempre lo recuerdo con su uniforme, la tabla, el cuchillo y el pescado, detrás de la barra, en su espacio de trabajo, con su happy y su peinado a la gomina Lord Cheseline. A todos nos costó que el empleado nuevo tocara sus cosas, usara sus cuchillos, estuviera en su lugar. El sueño de su padre era que ella continuara con Shogun, a pesar de saber que lo suyo era la música, lo artístico. Se lo decía a todos, sus amigos, conocidos, familiares, a cualquiera que viniera al restaurante. No le insistía a ella directamente, pero cuando hablaba con la gente, les decía: “Ojalá que Kaori siga con Shogun”. Ella le decía que Shogun era su sueño, no el de ella. - ¿Qué comida odiaba tu papá? - La mandioca, porque cuando estuvieron en Paraguay pasaron hambre, mucho hambre y comían solamente mandioca: hervida, frita, hecha puré, de todas las formas que te pudieras imaginar. Era entrada, plato principal y postre. También cazaban animales, serpientes, chanchos, inclusive los castraban… Tenés que bancarte el grito de los chanchos…
Platos con amor Cada fin de año, la rutina de Joji era la misma: levantarse muy de madrugada para dedicar todo el día a cocinar: datemaki, kamaboko, kombumaki, ebi, namasu, kuromame, onishime, entre otros platos. Porque a pesar de que se dedicara todo el año a la gastronomía como profesión -es decir, sin feriados ni descanso, trabajando duro en horarios nocturnos, al revés que todo el mundo, en su casa, los únicos días que cocinaba eran los 31 de diciembre -el día previo a su cumpleaños-, para preparar esa comida tradicional de año nuevo, compuesta por cajas compartimentada con un fuerte simbolismo de buenos augurios, riqueza y longevidad. “El Osechi Ryori lo hacía para mi mamá y para mis abuelos, para mantener la tradición, y porque era el único en casa que lo podía hacer bien, con la presentación y el detalle. Eso sí, a las siete de la tarde comenzaba a hacer el asado para mi hermana y para mí”, dice Kaori. - ¿Cuál es ese plato especial que tu familia te pide? - Cada vez que voy a Mar del Plata, mi familia de allá dice: “Uy, viene Kaori, que haga su okonomiyaki”. Es un okonomiyaki, pero Yokohama Style, que aprendí en un viaje a Japón, mirando al cocinero. Me gustó esa técnica y la adopté. Mi mamá es de Osaka, así que siempre comimos mucha comida de ahí. En Osaka, el okonomiyaki se mezcla todo junto, masa y relleno, para luego ponerlo al fuego, pero en el de Yokohama, primero haces el panqueque y después el relleno: calamar, si te gustan los camarones, los agregás; tenkatsu (masa frita que sobre del tempura); beni shoga, que es el jengibre ácido con colorante; huevo crudo que rompes en el medio, panceta picadita, repollo en juliana, verdeo, etcétera. A mí me gusta con salsa golf y aonori.
Gastronomía versus música - ¿Cómo nació tu vocación artística? - Según mi mamá, al año y medio ya estaba cantando con el gorro a lo Michael Jackson. Pero desde los 6 o 7 años ya amaba a Michael Jackson. Era una cosa muy marcada en mí. Estaba en Nichia y me acuerdo que me gustaba la música y el baile. Mis padres, en un momento tuvieron karaoke, se llamaba “Soemon-cho”, y yo aprovechaba el escenario, el micrófono y cantaba temas de Nakamori Akina, “re ochentosa”; cantaba “Kiku”, “Jukkai”, todos. Por eso digo que cada uno ya nace sabiendo qué quiere hacer. Jamás tuve la duda o el no sé qué quiero. Siempre supe que lo mío era el canto, que es lo que más me apasiona. El día que no pueda cantar, me muero. - ¿Cuándo cantás? - Cada vez que puedo y me lo piden: en casamientos de amigos, reuniones familiares, etcétera. Cuando canto me siento libre, plena, llena de energía, no sé, es todo, pongo todo lo que tengo. - ¿Y aún así siempre te quedaste en Shogun? - Nunca abandoné Shogun, porque veía más allá; tenía mi propia convicción de que el negocio era de todos. Había algo de toda la historia de la familia que no se podía perder. Por momentos quería tirar todo por la borda, pero después de unas horas, pensaba, y si bien no era algo mío personal, no era mi sueño, el restaurante era de todos, y nos había dado de comer durante muchos años, y porque nosotros tenemos una visión de la vida así, que todas las cosas hay que enfrentarlas, transitarlas y transformarlas. Por eso me quedé, por eso nunca me fui. Creo que tanto mi padre como yo, teníamos algo que aprender en todo ese proceso. Yo quiero tratar de preservar lo que él dejó, lo que él creó y mejorarlo.
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